SUPERVIVENCIA EMOCIONAL

Bienvenidos al hogar de mi alma

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Crónica de un viaje al centro de la amistad


                                                                                    Para Sango, Antonio y Alberto.
Los patos deslizándose por el Tajo sobre el rumor de los bocadillos. A lo lejos el Alcázar rememorando historias ya vencidas. Un paseo entre armaduras con olor a calamares fritos mientras callejear se convierte en el espléndido pasatiempo de los persistentes turistas. Allá lejos el horizonte, pintando nubes manchegas sobre la plácida alfombra de Castilla la llana. Un café, una cerveza y un helado de vainilla. Un camarero peinado sobre la antipatía de la autovía. Gasolina y musgo. Lluvia cayendo sobre el pavimento de Béjar dormido. Un abrazo vestido de galas monárquicas y una estatuilla de bronce con dos consonantes que saben a hornazo casero. Un bocata de jamón para iniciar la madrugada y el sueño cayendo sobre las sábanas recién planchadas. Café con leche, tostada y despedida. La Virgen del Castañar con su barroco insistente. La nieve de Candelario, las batipuertas y el pan. El barrio judío de Hervás con su gato-guía medio bizco. El castillo de Oropesa, sus callos y un cortometraje con encanto. La autovía y las cervezas, y las canciones, y los sobaos con chocolate, y Madonna que no aparece. Y el mundo. Y la vida. Y la amistad. Y la noche, nuevamente, recibiéndonos a escondidas sobre el manto cálido de nuestra casa.

Cuando el hambre aprieta, llamemos a los poetas: Vicente Llorente

No podemos evitar este ronroneo persistente que se instala en el estómago los días de lluvia desafinada. No conseguimos aplacar la voracidad de los músculos que, bailando sobre espasmos ensimismados de remoto olvido, nos recuerdan el paisaje nocturno de farolas llenas de prostitutas y humo. Es imposible detener el hambre aunque un atragantamiento veloz nos recuerde el poder de la muerte más allá del musgo y las viandas, aunque un coletazo de indigestión nos desvele el tránsito de la hiel sobre el paladar dormido de los exiliados. Entonces, en ese segundo de desfallecimiento letalmente enamorado, es cuando hay que llamar a los poetas.

En este bocadillo de fiesta
que es a veces la vida
tenemos los años
el tiempo
los amigos
las risas bañadas en aceite.
Pero también hay un hueco
en nuestras viandas
para la nostalgia en su punto
para la fiebre hervida
para el dolor con clavo y otras especias.
Después de todo, el mar
empuja la herida que se atraganta
en la boca del miedo… ¿de postre?
Tomaré otro abrazo de nata
otro beso de chocolate.
La esperanza, como el hambre,
suena en mis tripas. Sobre la mesa
un plato vacío.

Vicente Llorente de «Menú del día» (2007)

Las buenas amigas

A las buenas amigas se les conoce porque huelen distinto: pan recién tostado en los fogones de la esperanza, almendra que cae como polvo de luna sobre los flanes del viento o vainilla cernida en los alambiques del olvido.
Las buenas amigas se reconocen y cantan las melodías antiguas en las que las ninfas se enamoran de los juncos hendidos por la luz, mientras hacen cabriolas más allá del níveo tránsito del llanto. Tañen laúdes con la voracidad de un eco que renombra el tibio sol de la primavera lejana.
Las buenas amigas nunca se echan de menos porque siempre están presentes a pesar de la distancia, se intercambian los ojos, apenas tejidos en las ruecas del viento, y aprenden a volar sobre los mismos valles que las encontraron dormidas en las cuevas del deseo.
A las buenas amigas se les encuentra siempre sonriendo más allá de los labios, mucho más lejos del propio latido, virginalmente inmersas en la hoguera incorrupta donde crepita la ígnea voluntad del beso inmenso.
Son océanos y lagos, inabarcables islas de enamoradas colinas, ignotos continentes sobre los paisajes edénicos de la memoria colectiva del mundo.
Y todo esto lo sé porque, las buenas amigas, me lo contaron una noche de agosto, ebrias de luna, mientras una cortina de estrellas fugaces las coronaba bajo el frágil contoneo de la cornisa celeste.

Desenredando la infelicidad

Al final va a tener razón, Marifeli, aquel que acabó planchando huevos y friendo corbatas. El mundo está patas arriba, y no es que yo tenga especial preferencia por el orden y los métodos establecidos, que ya me conoces tú en mis desvaríos y rarezas genéticas, pero es que hay ciertos discursos que ya suenan como a tontuna colectiva e idiotez extrema.
Y es que vivir en un mundo de felicidad plastificada tiene estas terribles consecuencias.
Nos miden la cintura pero no el cerebro.
Nos controlan la cuenta bancaria pero no el bolsillo.
El amor se encuentra en un plató de televisión y tu único oficio es enseñar la abominable musculatura de tu ignorancia (y viceversa).
La luna está demasiado lejos y la verdad viaja entre los asteroides del miedo, organizando órbitas de palabras inútiles.
El miedo lo ocupa todo y la desgana es la reina de todos los postres, por eso seguimos aplaudiendo coronas y cuernos a partes iguales.
Hemos tocado fondo sobre el rancio andamiaje de una sociedad sin suelo porque elegimos el oscuro palpito de las cavernas antes que el dulce crepitar de un horizonte sin velos.
Hoy es el momento de comer manzanas y polen.
La infelicidad vive en el sollozo extremo de la ignorancia, en el estable galeón del conformismo, en el enamorado laberinto de nuestro propio tanatorio.
No vamos a esperar más, despleguemos la luz, este es el instante, y mañana siempre es tarde para retomar el vuelo.

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