La obediencia es la primera lección que aprendí tras mi nacimiento.

Es lo que tiene ser la primogénita de una familia obrera y numerosa, nacer en un país fascista,  estudiar en un colegio de monjas y tener el polvorín justo para dos petardos sin mecha que sólo se han quedado en los vértices de unas palabras sin rima.

He rezado tantos rosarios que he perdido la cuenta y las cuentas. El estómago me regurgita: tengo indigestión de sapos y culebras. Y en la espalda no me queda hueco para más puñaladas.

Ante tal panorama, el perdón fue la segunda lección.

Y ahora, llegado este momento, me toca resucitar mis dos grandes lecciones:

  • Obedezco. Me quedo en casa. Uso guantes y mascarilla una vez a la semana, cuando salgo a comprar los víveres justos para abastecernos. Limpio con lejía. No beso a mi marido ni a mi hija.  Respiro a ratos y sin nocturnidad ni alevosía. A mis padres y a mis hermanos los veo a través de fotografías y hablo mucho, hablo en silencio para no desentonar con este místico holocausto que nos habita. 
  •  Perdono. Apenas sé de nada, por lo tanto, perdono. No soy gestora, política, médica, científica, sólo soy una aprendiza de casi todo y maestra de casi nada. Las monjas también me enseñaron a perdonar. Sin embargo, aquí todavía estoy en primaria. Para llegar a bachiller, creo que me quedará, como mínimo, otra vida.

Asumo mi condena: yo también soy verdugo.

Mientras tanto, aquí estoy. Aquí estamos.

La vida nos ha condenado para darnos una nueva oportunidad.

Somos obedientes. Nos perdonamos. 

¿Aprenderemos?

¡¡Vamos a ello!!