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Malos tiempos para la lírica

Decía Germán Copinni hace unos años que corrían “malos tiempos para la lírica”. Lo que no se aventuró a vaticinar es que correrían malos tiempos para todos: para el que trabaja, para el que emigra, para el que sueña, para el que espera… Malos tiempos para la cultura, para la sanidad, para la educación, incluso malos tiempos para nuestra arteria viva, el río Vinalopó.
No corren buenos tiempos para la gente honrada pero sí para los mangantes institucionacionales, con corona o derechos de urna. Sí para los que han hecho de su trabajo constitucional una argamasa de “quiero y no puedo”, “te doy y me dejas” o “espera… que después yo te voy a recompensar por tus servicios no prestados”.
Hemos vuelto, de repente, al Siglo de Oro, y, por lo tanto, no sé si es el mejor momento para la lírica, pero sí para la bufa y el escarnio, para resucitar a Quevedo, para santificar a Lope, es el momento estelar para que la voz del poeta del hambre se alce con la bandera inclemente de esos siglos que, como en un patético carrusel que siempre gira en torno a los serviles silencios, salga a la calle para vestirla de belleza y realidad.
Van a despedir a 24 profesores en Elda, hay que limpiar el río Vinalopó y un cierto tufo a presunciones indecorosas sobrevuela la Casa Consistorial. ¿Se puede pedir más?…¿se debe esperar menos?…
Lo cierto es que nunca han corrido buenos tiempos para la lírica, por eso quizás sea el momento de resucitarla de entre tanto escombro gubernamental.

Me gusta la gente, me gustas tú


Me gusta vivir entre la multitud.
Oler a la humanidad que se mueve, que no se rinde, que ama y odia a partes iguales y que sigue esforzándose en ser ella misma a pesar de las lluvias ácidas, de los impuestos críticos y de las mentiras burocráticas entre coronas y corbatas.
Me gustan los hombres y mujeres que se levantan cada mañana con un beso en la comisura de la esperanza, con un empujón más en los bolsillos medio rotos, con un halo de santificada promiscuidad en el encaje de sus enaguas.
Me gusta la libertad de elegir.
Ese vértigo de saberse viviendo en un laberinto de enconados rincones y avenidas amplias como caudales de río enamorado.
Hoy luz, mañana sombra, pasado, el destino de un eclipse que se escapa a la memoria de los astrólogos locos.
Me gusta el aroma de los calendarios iguales.
De los festivos encarnados.
De las noches con saliva y pesadillas.
Y el amanecer con sueño y sin tostadas.
Me gusta el olor a café con leche y el té de canela.
Me gusta el libre albedrío.
Me gustan los ángeles y los demonios.
El olor del vino y el aceite de oliva.
Me gusta ser yo y, también…
Me gustas tú.

Ya no hay freno

No podemos ponerle freno al avance de la luz, ni al discurrir del viento, ni a la raíz que busca enarbolarse entre la roca diseminada de la historia.
No podemos enclaustrar el tiempo, detener el trepitar del calendario, ni parar el cascarón de la memoria que se renueva cada segundo. No podemos detener el mar… ni la marea ciudadana.
Allá donde miremos, un horizonte de clamorosas manos van tejiendo la lírica alfombra del mañana, el paisaje inmaculado de la esperanza, la silueta perpetua del astro sol que, invariablemente, seguirá iluminando las ventanas salpicadas de lluvia enamorada.
Porque estamos vivos y somos hijos, y somos padres, y apenas acabamos de nacer a la sed del mundo, y yacemos, ancianos, sobre el contoneo persistente de la vida que no ceja en su empeño de empujarnos al camino, senda arriba, riachuelo abajo, silbando la antigua canción de nuestros ancestros.
No, no podemos detener la marea, ni la voz. No podemos enclaustrar el vuelo, ni detener el latido, ni acallar el volteo en la garganta con el silencio crepuscular del olvido, con el filo desvencijado de la inminente guadaña de la ignorancia.
Porque como diría el grande entre los grandes, Miguel Hernández:

“Aquí estoy para vivir
mientras el alma me suene,
y aquí estoy para morir,
cuando la hora me llegue,
en los veneros del pueblo
desde ahora y desde siempre.
Varios tragos es la vida
y un solo trago es la muerte.”