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Cuando la indignación aprieta, llamemos a los poetas: Gioconda Belli


Acaba de instalarse en el corazón de los hombres como una garra primigenia que buscara la sed innata de los caminos sin horizonte. La sed nos persigue, el hambre merodea sobre las altas columnas como buitres que ansiaran el último aliento, y una palidez eterna de balcones sin geranios, se instala en el crepúsculo tétrico de la luz sin futuro. Hay gritos retornando desde la historia del mundo, espadas que esbozan heridas sin milagro y balas que perdieron el fuego sobre la oronda desazón de las lágrimas. Pero arriba, en la cima del poder y del tesoro nadie escucha, se han vuelto sordos los tronos, ignorantes las corbatas y los cetros, patéticos los peinados y las coronas. Entonces cuando el pueblo aúlla y nadie le escucha, es el momento de llamar a los poetas.

Huelga
Quiero una huelga donde vayamos todos.
Una huelga de brazos, piernas, de cabellos,
una huelga naciendo en cada cuerpo.
Quiero una huelga
de obreros de palomas
de choferes de flores
de técnicos de niños
de médicos de mujeres.
Quiero una huelga grande,
que hasta el amor alcance.
Una huelga donde todo se detenga,
el reloj las fábricas
el plantel los colegios
el bus los hospitales
la carretera los puertos.
Una huelga de ojos, de manos y de besos.
Una huelga donde respirar no sea permitido,
una huelga donde nazca el silencio
para oír los pasos del tirano que se marcha.

Gioconda Belli

Cosas de la Casa Real y otros accidentes

Que sí, Marisofi, que España, últimamente camina al revés, digan lo que digan los líderes votados democráticamente y con la manga ancha para según que cosas y la ley afilada para según que otras.
Mira que el nene se me dispara en el dedo del pie con una escopeta de caza mientras su padre, supongo, se estaba planchando las camisas esas de diseño imposible que se pone en plena decadencia amatoria. Ahora tenemos un infantito cojito (mira por donde la buena de Gloria podría sacar una genialidad de las suyas). Claro, es lo que tiene tener tanto poder, que los niños no se divierten con los click de famobil ni los castillos exin, luego me hacen sentir culpable cuando me dicen que educo mal a mi hija cuando jugamos a la guerra de almohadas las noches de luna llena, debe ser que incito a la violencia y, además, provoco al hombre lobo que anda siempre por los tejados de las casas pobres.
Luego el abuelo se me va a cazar elefantes a África (debe ser que los ciervos ya no le sirven como al señor pequeño del bigote) y en una de esas tropelías, (igual quería emular a Ángel Cristo en sus paseos triunfales por el circo) va y se casca una cadera. Todo normal. Mi abuela se la rompió por falta de calcio en un día de lluvia y ese fue el principio del fin, pero claro, no se puede comparar, este señor calcio tiene de sobra y una corte de médicos a su disposición para fabricarle una nueva aunque sea a punto de cruz con brocados de croché.
Pero para rematar el elenco triunfal también tenemos al tío gorrón (en todas las familias hay uno, para que lo vamos a negar). Harto de tocar las pelotas en olimpiadas varias y canchas selectas, se nos vino encima para vaciar las arcas del Estado, porque él era el Estado, un estado que va innato con la desfachatez y más allá del propio grado de delincuente raso. No tenía suficiente con que todo el país le pagara sus caprichos y lujos varios que, encima, teníamos que pagárselos a las veinte generaciones que le sucedieran. Le pillaron con las manos en la masa pero, no pasa nada, le ampara un apellido (a mi amigo Basi, por robar dos donuts, le protege la Virgen de la Pata al Hombro, eso si el día está bueno).
Así que, Marisofi, no me toques hoy las banderas ni las coronas porque me ha salido un sarpullido en mitad de la memoria y ya no sé si voy o si vengo o si acabo de aterrizar en la ciudad sin ley. De momento, como medida preventiva, he quemado todos los cuentos de Cenicienta que he encontrado por mi biblioteca, el que quiera historias reales que venga aquí, a mi casa, por donde pasea lo mejor de la vida.