Para Ángel Hernández y María José Carrasco

Si alguna vez me sientes muerta,
déjame ir.
Si he muerto y no me he dado cuenta,
déjame ir.
Si me apetece morir,
me hastía vivir
o me aburre la propia existencia,
déjame ir.
Déjame ir porque necesito ver en tus ojos
el amor en la pura libertad de ser y elegir.
Si no te reconozco ni me reconoces.
Si tu nombre ya no sabe a piedra, yerba, ni siquiera a asfalto.
Si los calendarios se reducen a números escuálidos,
redondos enigmas de cifras incomprensibles,
déjame ir.
Déjame ir con la eternidad frágil
de esos ángeles que piden descoser sus alas
cuando la vida se vuelve desfavorable para el aliento.
Déjame ir.
Ayúdame a ir.

También para ti, querido Alberto Cortez, espérame. Gracias por tanto.