Deshacerse del moho enquistado que acumulan las tétricas paredes de ladrillos asimétricos, ventanas medio abiertas y balcones que asoman a un paisaje de árboles de plástico.
Acostumbrarse a que se peguen las lentejas, a que batallen los garbanzos o enseñen su lascivia imperecedera esos fideos que inventan eternas coreografías más allá del “avecrem” o de la sopa rápida desnatada y sin tiempo.
Amarte con la prisa justa de un segundo eterno o del siglo que acumula verdades a medias entre juicios y fuego. Dejar que la vanidad del instante lo borre todo para renacerlo después entre bautismos inútiles y comuniones sin velo.
Es la eterna incógnita, la fórmula inexacta que explosiona entre el oxígeno y el beso, la variable que llena de luz el átomo que retoma el barro bajo el mismo llanto de la órbita y el sueño.
Es amar todavía, pese a todo, pese al tiempo y la memoria. Más allá de nosotros mismos, de los labios y los brazos. Mucho más lejos de toda lógica, como si un dios sin miedo nos hubiera unido en el horizonte de una ensoñación retórica sólo apta para el olvido del fuego, de la nada brutal y cotidiana que desliza sus tentáculos de perecedera eternidad en el trasfondo del calendario.