Éramos doce mil. Después de mucha lluvia la mañana amaneció radiante, como recién nacida al vientre de la esperanza. Una leve brisa de pasiones ocultas ondeaba las banderas que teñían de fuego el pálido paseo otoñal.
Éramos doce mil pero podríamos haber sido muchos más.
Un legión sin nombre, sin sello político y con la voz suficiente como para escalar montañas de desordenada apatía. Aquí estamos, los que todavía creemos en la verdad basada en la honradez, los que no queremos ser silenciados por la tiranía corrupta de un poder enmascarado en promesas incumplidas.
Éramos doce mil pero somos millones.
Ojos y bocas destinados al dolor de la injusticia, manos yermas que sólo encuentran vacíos inconclusos al final de la jornada, pies saturados de caminar en círculo hacia las fuentes secas del olvido.
La avenida abrió sus puertas y el viento del otoño entró despeinando las madejas del recuerdo. Eran mis abuelos, mis padres, los abuelos de mis abuelos y aquellas madres vacías que se quedaban llorando en las cunetas sin nombre donde los hijos se pierden, para siempre, bajo las losas de la intolerancia.
Éramos doce mil pero toda nuestra historia, en un cántico preciso de libertad, nos acompaña en silenciosa algarabía.