Una siempre espera que surja el milagro: volver al útero en su feliz letargo, que las urnas se vuelvan generosamente honradas, que el beso llegue al labio de la esperanza antes que al olvido y que deje de llover, o no, en las aceras de la sonrisa. Pero el milagro no llega y las hordas del desaliento afilan sus guadañas, así que no queda más que hidratarse el verbo para subrayar el aliento con el gozo preciso de los enamorados rotundamente finitos.
Ya no me convence el llanto ni la postura impostada del advenedizo camaleón funcionario. Tampoco las lacónicas clarividencias de los estigmados electos en el gozo y la virtud. No sollozo ante los féretros infames ni sobre los paritorios rebozados con el viento del olvido, porque acabo de licuarme la sangre sobre los campos desalentados de mis amigos muertos. Es esta sed inoportuna, el hambre devorando impropias latitudes, caóticos espejos donde la luz se eterniza sobre los pozos del miedo. Es el eterno holocausto de las verdades a medias, esquinas cubriendo distancias de lodo desde donde la vida erige sus sombras sobre columnas de humo. No buscar mi voz más allá del glaciar de los silencios, que ya no quedan sílabas ni margaritas para tanta piara elevada a los cielos.
Nos embellecemos al contacto con la gente, con la buena gente. Cada cual con su mirada y su ritmo, su olor y sus manías, su agónica sed de edades imperturbables o la esencia multicelular de su oxígeno. La buena gente nos lanza en altura, nos sumerge en abrazos y nos manda señales de humo a través de los párpados que emana el almíbar de la esperanza. Son los grandes desconocidos del calendario, los anónimos transeúntes de la luz cotidiana, los que no aparecen en listas ni en preámbulos y soportan el peso de la vida a lomos de su espalda. Son los que expanden células y sonrisas a partes iguales, los que besan sin miedo, sin pudor ni pecado, los que saben que la libertad es mucho más que un silencio, mucho más que un olvido o una ley obsoleta en los anales de la historia. La buena gente es el sol de los días grises, el punto y seguido de un domingo perfecto, la beatitud bordada en carne o la concupiscencia hecha milagro. La buena gente está a nuestro lado por eso, de tanto verla, a menudo, la olvidamos.
A veces da la impresión que caminamos a contracorriente, nos escondemos en el silencio o erigimos parapetos en torno al denostado olvido. Queremos simular una normalidad de hormiga laboriosa mientras añoramos cantos de sirenas disfrazadas de cigarras en el mismo yacimiento de la melancolía. Nuestra única voluntad es ser felices por encima de nuestra propia felicidad, por eso nos impacta sabernos libres e imperfectos, tetrapléjicamente dispuestos al latido y a la espera.
Y nos asusta esa voz de niño huérfano que nos pide pan de luz desde el fondo imprevisible de nuestra alma, mientras caminamos sordos hacia el malecón donde los suicidas engalanan sus íntimos mausoleos de sal y ámbar.
A veces parece que vivimos con el sol colgado de la espalda mientras una lámpara de aceite tirita entre los dedos, entre la huella fugaz de la memoria.
«Hacedora de versos» (lo que la RAE llama poetisa)
Maceradora de palabras en casi todos los formatos.
Actriz a ratos.
Madre en prácticas.
Ama de casa en contrato indefinidamente temporal.
(Para saber del currículum completo, preguntar sin vergüenza. Se responde a todo y, de vez en cuando con la verdad.
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